domingo, 10 de agosto de 2014

King Kong ha muerto por segunda vez

Otra noche de agosto sin dormir.

Este domingo de madrugada pasado,
Entre las dos y las ocho,
El calor sofocante ha provocado
Que todo un ejército de mosquitos
Haya entrado en la habitación
Y saciara su sed de sangre conmigo.

Con unas defensas obsoletas,
Han decidido atacarme en sucesivas oleadas,
Lanzándose contra mi cuerpo
Con la misma determinación que un piloto kamikaze.

Y por Dios que lo han logrado.

He agitado los brazos inútilmente, 
En plena oscuridad de la noche,
A diestro y siniestro,
Y me he sentido tan torpe y furioso como King Kong  
Encaramado
Al Empire State Building.

Rodeado de tanto hijo de puta.

Tengo sus zumbidos tan metidos
En la cabeza
Que no puedo dejar de oírlos.

Incluso, ahora.
Que la guerra ha terminado.

Y no puedo dejar de pensar
En todos aquellos
Que han pasado por experiencias semejantes:

Asesinos, policías, soldados...
Todos aquellos que han visto el terror en sus ojos,
En sus oídos...

Y lo llevan consigo hasta el fin de sus días.

Y de vez en cuando les despierta,
en noches como ésta,
bajo la forma de insectos molestos
que no paran de recordárselo.

Entonces buscan una explicación lógica
y se dicen a sí mismos
que han debido ser los mosquitos...

Y vuelven a cerrar los ojos
y ahí está otra vez.

Lo que les queda de bondad
Luchando por sobrevivir,
Desde lo más alto.

Hasta que, al final,
Cae.

Cae al vacío.

Sin sentido.

Sin razón.

Al final, King Kong
Era el bueno de la película.

Y, a partir, de ese momento,
La supervivencia se reduce al instinto,
Afilado, siempre,
Como una navaja.

Y ya ninguno puede dormir bien en lo que le queda de vida.

Como yo, que
Cautivo y desarmado,
No me queda más remedio,
Que arrastrar mi cuerpo maltrecho
Hasta la cocina
Para servirme una taza de café.

Mi mujer,
Al otro lado de la cama,
Sigue durmiendo plácidamente.

No se ha enterado de nada.

Debe ser normal,
Me digo a mi mismo.

¿Quién querría atacar a un ángel?

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